domingo, 24 de abril de 2016

El elefante desaparece

Haruki Murakami
Tusquets. Cuentos, 344 páginas

Entre otras virtudes, Haruki Murakami (Kioto, 1949) tiene la capacidad de reflejar la nausea contemporánea que abate a los países desarrollados. ¿En qué consiste? Hastío con el pragmatismo. Trabajos aburridos, puras repeticiones. Ausencia de un sentido de vida. Fatiga de consumir. Necesidad de fantasía. Estados de insatisfacción en medio de la prosperidad. Como el que se describe en la página doscientos cincuenta y tres de este volumen:

``Me siento abatido sin saber por qué, atrapado una vez más en una oscuridad psíquica, en una especie de gelatina de café‚ turbio que cae sobre la población. Fachadas sucias de edificios sucios, multitudes sin nombre, un ruido incesante, coches atrapados en un atasco sin fin, el cielo encapotado, anuncios llenando el vacío, deseos, resignación, inquietud y estímulos. Ahí cabe todo, infinitas opciones e infinitas posibilidades reducidas todas a cero. Todo al alcance de la mano, pero al final sólo conseguimos ese cero. Eso es la ciudad''.

La ciudad es el lugar donde nunca debíamos estar, dice más adelante el protagonista de uno de los diecisiete cuentos que Murakami -el eterno candidato al Premio Nobel- entregó a la imprenta en 1993. Para quien no conoce al literato japonés, no es éste el texto indicado para empezar; pero tampoco es el peor de sus trabajos. Incluye cuatro o cinco relatos muy buenos.

Es el caso de 'Asunto de familia', donde da voz a un tarambana que usa la ironía para agobiar a su hermana como un samurai esgrimía su katana. O `El elefante desaparece', en el que Murakami -genial renovador del realismo mágico- satisface cabalmente las demandas de nuestra imaginación pueril, pero con tal sutileza que la resolución fantástica puede tener también una explicación natural. `El comunicado del canguro' demuestra otra cualidad murakiana: el giro estremecedor. El cuento parecía una soberana estupidez, hasta que de pronto nos percatamos que el narrador es un peligroso psicópata. Si un día dejamos de dormir, nuestra conciencia se expandirá hasta el infinito, es el tema, inquietante, de `Sueño'. El didactismo está bien desarrollado en `Silencio' y `Un barco lento a China'. Aquí y allá, como flores que alivian un paisaje pedregoso, tropezamos con un dominio retorcido de la metáfora, otra seña de identidad del demiurgo nipón. Vean lo que es capaz de provocar una tempestad: 


``...un anuncio metálico alargado se doblaba noventa grados una y otra vez como si fuera un adicto irredento al sexo anal...''.

Un dato intrascendente: El primer relato se convirtió, como el correr de los años, en un fragmento de acaso la mejor novela de Murakami: Crónica del pájaro que da cuerda al mundo (pincha acá). El resto de los cuentos apenas mueve las agujas del vúmetro. Como dice el narrador japonés, "hay cierta nobleza en lo imperfecto, sin embargo la imperfección es difícil de soportar''.

Guillermo Belcore

Publicado en el Suplemento de Cultura del diario La Prensa.

Calificación: Regular

miércoles, 20 de abril de 2016

El traductor

Salvador Benesdra
Eterna Cadencia. Novela, 670 páginas. Edición 2012.

Captamos lo desagradable de nosotros mismos cuando la visibilidad no nace de la ecuanimidad de la victoria, sino de la lucidez de la derrota.
Salvador Benesdra

Fuera del texto no hay nada. La premisa derridiana (aunque en otro sentido) es una de las inspiraciones de este blog. Significa que si bien los datos biográficos, los contenidos de clase, el contexto socioeconómico resultan interesantes, nunca resultan decisivos a la hora de evaluar una obra. Lo único que cuenta es la potencia estética, aquello que hace que un texto sea una obra de arte. Pero en este caso, vale una excepción. Para atestiguar que El traductor es una novela sobresaliente, a la altura de las grandes obras del boom latinoamericano (que es lo mismo que decir ‘a la altura de las mejores novelas de la literatura universal‘) hay que dejar sentado que su autor también fue un hombre excepcional. El lector debe saber que Salvador Benesdra (1952-1996) era un genio. Que conocía siete idiomas y estaba aprendiendo japonés cuando decidió arrojarse de un décimo piso. Que había concluido la carrera de Psicología en dos años. Que vivió en Francia, gastó una temporada en un loquero y sufría brotes psicóticos, algunos vinculados a los alienígenas. Que trabajó en el diario Página 12 como periodista de la sección Internacionales y que enseñó epistemología en la Universidad de Buenos Aires. Que su única novela fue finalista del Premio Planeta en 1995 y no la eligieron porque era demasiado buena (!?), según revela Elvio Gandolfo en el prólogo. 

El párrafo anterior es necesario por una razón: hay muchos elementos biográficos en El traductor. La trama, un viaje sin brújula ni destino (y una lectura que abre un mundo nuevo), se despliega en tres direcciones:

a) La relación amorosa del protagonista -judío sefardí, francotirador de izquierda como el autor- con una chupacirios adventista de Salta, una princesa aindiada pero de hielo: se deja penetrar en la cama como un pescado muerto. Ricardo Zevi hace titánicos esfuerzos por hacer orgasmar a su querida Romina, apela a decenas de artimañas, incluso las propias de un crápula.

b) La faena como traductor de Ricardo en Ediciones Turba (¿se trata de Página 12?), una empresa bucanera que produce textos progresistas, que divulga entre al público todo tipo de cuestionamientos al orden establecido mientras somete a nuestro héroe -y a pelafustanes como él- a una degradación en cascada de su condición laboral.

c) El tratado de un intelectual llamado Ludwig Brockner, una especie de neonazi, pero aggiornado e inconcebiblemente lúcido. A Ricardo le encargan traducir un libro de Brockner en el que desarrolla una extensa justificación de las prerrogativas aristocráticas y de la ideología del poder. El alemán, no obstante, reinvindica la democracia porque es el sistema más seguro para garantizar el predominio de los superiores y la subordinación convencida de los inferiores. Y le da pie a Benesdra-Zevi para que desarrolle sus propias especulaciones sobre mil y un asuntos sugerentes, desde el ocaso del comunismo cuartelero hasta cómo la lógica del micropoder ha superado en la empresa a los imperativos de la lucha de clases. Es este uno de los puntos más altos de las novela, pico que confirma una deducción de George Steiner: casi no existen novelas de primera categoría sin sublime reflexión filosófica.

Podría decirse que El traductor es básicamente una novela marxista. El conflicto es el motor de la historia: lucha de clases, de género, de ideologías van coloreando la trama. 


POTENCIA


Bien, ha llegado el momento de defender la sentencia del primer párrafo: la novela oceánica de Benesdra es una de las mejores que ha producido la Argentina. En primer lugar, dos de cada tres párrafos ofrecen una idea inteligente. Se trata de un libro multidisciplinario que se esfuerza por contenerlo todo y que comercia con la psicología (Freud el igualitario vs. Lacan el jerárquico), con la historia (la desaparición de la URSS y de 120 años del Gran Miedo), con la economía (el modelo de producción japonés), con la sociología (la naturaleza de la mente criminal), con la política (la reivindicación del sindicalismo peronista), con la medicina (la aberración del manicomio) y con la literatura (El alambicamiento verbal de los franceses, Kafka y Fogwill). Además de erudición, hay erotismo fino; y hay un alarde de humor judío, ese que se ensaña consigo mismo y se deshace en larguísima quejas. 

La prosa enamora por su fluidez y no carece de poesía. El escrutinio neurótico es el procedimiento más usado. Los párrafos son macizos, sólidos, generalmente redondos. Puede que incluyan algo de palabrería vana, pero nunca se desvanece la musicalidad de la escritura. La novela -hay que aclararlo- no es para consumidores con prisas o perezosos. Tampoco para lectores bisoños. Exige una digestión lenta, atenta, profunda. Exige tiempo.

El traductor, por último y para no abrumar, es una producción genuinamente ríoplatense. Zevi-Benesdra, como buen intelectual porteño de izquierdas, quiere opinar sobre todo, quiere ’batir la justa’. Sin condescender nunca con el costumbrismo, rescata hermosas palabras y expresiones de ayer no más que no deberían haber desaparecido del habla cotidiana: hacerse el fesa, guachada, cheto, pelagatos, llorar como un condenado… 

Para mantener intacto el efecto sorpresa, no diré una palabra más sobre el argumento. Pero quisiera insistir sobre la impronta del protagonista-narrador, capaz de hacer las cosas más abyectas, más nobles o más estupidas para que su mujer pierda la frigidez. Ricardo Zevi es realmente un personaje inolvidable, tiene algo del Quijote pero especialmente es nuestro Zeno Cossini con un toque de Woody Allen en plan depravado. En efecto, si con alguna novela imperecedera y universal merece ser comparada El traductor es con La conciencia de Zeno. Son dos libros imperdibles para todo aquel que quiera ser llamado “buen lector”, pero a mí me gustó más la manufactura argentina, por su ambición y sus excesos. Resulta deprimente recordar que Benesdra no pudo ver publicada su obra maestra; la primera edición, en efecto, fue postmortem. Malditos sean por siempre los necios de la industria editorial. Tres hurras para el sello Eterna Cadencia que volvió a darle lustre a la joya.
Guillermo Belcore

Calificación: Excelente

sábado, 2 de abril de 2016

Una historia política de los intelectuales

Alain Minc
Duomo Perímetro. Edición 2012., 487 páginas

"Un partido social debe impedir a la riqueza ser opresora y a la miseria ser envidiosa y revolucionaria".
Lamartine

¿Puede un libro alterar la Historia? ¿O se trata de un lujo inútil, una manufactura más (prescindible) de fuerzas sociales, económicas, tectónicas tan profundas como irresistibles? ¿Habría habido una URSS sin El Capital? Vaya a saber. El ensayista Alain Minc sostiene que las palabras son actos, que un texto tiene la suficiente masa y peso específico para desviar la corriente de los hechos. Especula que si Raymond Aron, el campeón de la lucidez del siglo XX, hubiera tenido dotes literarias -como, digamos, Jean Paul Sartre- la historia cultural de Francia (y por ende de buena parte del mundo) habría sido diferente, seguro mejor. Las obras del azote del totalitarismo bolchevique -discursivas, reflexivas, gélidas como las tetas de una bruja- carecieron de ese poder de seducción que caracteriza a la prosa sublime. Dieron en el blanco, pero con estilo hubieran sido irresistibles, conjetura Minc en un ensayo que aquí vengo a recomendar.
Esa incapacidad del gran Raymond Aron para cazar en manada (un francotirador interesa pero nunca ejerce magisterio político, pregúntenle a Lilita Carrió) es una de las mil reflexiones que va engarzando con destreza Una historia política de los intelectuales, a vuelo de pájaro sí (¡son casi tres siglos de travesía por la cultura francesa!) pero con una prosa fina y sagaz que hace que las casi quinientas páginas sobre la corporación más poderosa de la Francia moderna se lean con muchísimo placer y provecho. El libro, entregado a la imprenta hace siete años, demuestra talento para la elección de citas ilustrativas de cada una de las eminencias que han sido convocadas, en cuanto hombres de letras -filósofos, novelistas, historiadores- que han conseguido influir sobre los grandes temas políticos de su tiempo. Desde D'alembert hasta Bernard-Hénri Levy. La travesía es gloriosa. El tren se detiene en las magníficas estaciones del espíritu: Rousseau, Víctor Hugo, Zola, Gide, Camus, Malraux, Muriac, Foucault... Y en las infames también: Maurras, Aragón, y otros miembros del clero jacobino, fascista y stalinista.

Se ha fijado el nacimiento del llamado Partido Intelectual en el siglo XVIII cuando logran escapar a la influencia de la realeza y de la omnipresencia religiosa, y se convierten en otro núcleo de poder que debe ser tenido en cuenta por los gobernantes. Y se establece el final de su ciclo histórico con la irrupción global de Internet. La sociedad posmoderna no estaría en condiciones de engendrar intelectuales a la antigua. Esto en sí mismo no es malo, si tenemos en cuenta esa prodigiosa capacidad que han demostrado las mentes superiores para equivocarse sistemáticamente, sin dejar de reconocer que muchos han sido instrumentos de emancipación. El sinuoso Sartre es el paradigma del error recalcitrante. Minc no tiene piedad con el autor del Ser y la nada. Y profetiza en el último capítulo: Los e-intelectuales no tendrán nada en común con la intelligentsia clásica. De Horacio Verbitsky, pues, a la Dra Alcira Pignata. "Una pizca de anarquía en el mundo cerrado de los grandes pensadores: ¡qué perspectiva más radiante". Amén. Al fin y al cabo, los vamos extrañar por esteticismo cultural no por realismo político.

Se nos dice que hoy existirían en París tantos maestros como posturas. En una sociedad deconstruida, como escribió Derrida, se ha roto el molde. Uno concluye que para que en la Argentina florezcan esas cien orquídeas habría que purificar el aire de populismo con reflejos autoritarios. Naturalmente, el libro de Minc permite trazar parangones con 'la deKada ganada'. "Es la opinión la que el gobierna el mundo y usted debe gobernar a la opinión", recomendaba Voltaire a D'Alembert hace trescientos años casi. Uno no puede sino admirar a Néstor y Cristina por haberse colocado en el bolsillo a una de las divisiones de infantería (y artillería pesada) más eficaces de la historia.
Guillermo Belcore


Calificación: Muy bueno